Caja /1
Eran como las diez de la mañana, pero ya tenía un par de copas en el coleto, así que, sin pensarlo dos veces, escuché la llamada de aquel plástico decorado.
Aparte de la ecológica madera auténtica, el orden mundial 2.0 y los diez o cien televisores plasmarios, había, hasta en el más recóndito rincón, artilugios deportivos de toda índole firmados por modernos titanes: en urnas de cristal elevados a los cielos como recuperados restos del Arca de la Alianza del segundo advenimiento del dios calcomanía.
Érase, además, una chica detrás de la barra. Se plantó ante mí, tímida e intimidatoria, amatoria e intimatoria; balbuceante y tiritona en cuanto puse pie en las recién fregadas primeras cien losetas. Como mi oficio era agriar el carácter de los secundarios de una teleserie –"La comedia deshumanizada"– y su aspecto era el habitual en estos casos, visto lo visto, no tuve problemas en adjudicarle una de mis ilustres apósitos:
Día, interior camarera, acción: es mi primer día no solo en el bar, sino en este mundo-franquicia. Hace un mes vine a ofrecerme para pagarme la carrera –la carrera de las medias, aclaro: padres sin pasta suficiente para vestir a su hija de zara-pastrosa, cosa que, por fin viernes, es lo mismo. Ayer me hicieron la entrevista donde nada de lo que me preguntaron tenía que ver con la hostelería: se centraron en mi docilidad y en aquel momento concreto. La verdadera razón es que me contrataron sin problemas porque el trimestre pasado me había malenrollado con uno de los chicos que mal llevan el bar, un hijo de, y se vio en la obligación o en la necesidad –descargar responsabilidad como si de un líquido seminal se tratara– de contratarme por tres meses: uno de aprendizaje, otro de empleada del mes y otro de "ya veremos, tu tranquila que si lo haces bien ascenderás inmaculada a jefa de planta", como la mala mala peli de suspense que ayer oí, después de comer, por quinta vez a través del tabique con surround.
Para evitar sobresaltos en su, sin duda, maltratado curasán rojo alojado en la copa izquierda del wonderbra, le pido, francotirador agarrado al tirador, a tres metros, un whisky con poca agua, y pongo cinco eus sobre la única meta posible a mi edad, la barra. "¿Me indica dónde está el baño?", le incordio, para evitarle otro ominoso pensamiento o cualquier ripio sobre mi ropa.
Una vez meado subo por las empinadas, raquíticas, modélicas marrones escaleras –los aseos suelen ser altamiras del graffiti, templos de la elocuencia, elevados diálogos de very late night. Veo a la chica poniendo cafés con cierta premura y una mala cara tan habitual como desagradable. Cómo el asco que delimita su labio tiene el trazado de la carretera comarcal que conduce a la capital cuando los adosados no están ni en plano, me acerco a la copa buscando espejos que me muestren todo el decorado. Alzado a la inalcanzable banqueta de mi recién subarrendada barra, con el tubo en la mano izquierda –oh largo Tigretón cristalino– elevando mi cabeza por encima del olor a pincho repasado, por fin en un hombro y en otro plano subyacente descubro la razón de su azoramiento.
Tres tipos de un aspecto próximo al del espejo del ascensor, digamos que con el ideal masticado por los periódicos, tragado por la antena de la radio, deglutido por la televisión por cable y vomitado en el descampado donde las clases medias dejan las penúltimas obras maestras analógicas, se han aposentado sobre tres mesas del límpido y musculoso local, con una colocación que el imparcial tertulianita calificaría de casual, pero que a ella, que curra allí por primera vez –"mi primer día en la franquicia franquista, esta transición no se sabe hacia que estado", contará a la vez que aspira el cigarro, mirando al cenicero sobre su vientre– se le antoja como la única parte medianamente visible de un gigantesco plan microeconómico para atracar la caja, que debe tener mis cinco euroescépticos y poco más, puesto que los jefes no dan ni el cambio.
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