Caja /y 2
“Sirva bienaventurado alcohol al alcohólico” –frase que le recuerda a Evangelio, primera comunión comunista, familias bipolares de los setenta (qué te voy acontar del polígrafo que no sepas) y tardes de domingo y bufanda en una segunda división azul– y se acerca al teléfono grande e incrustado, como indicándonos que cualquier movimiento sospechoso –pispar el ketchup de cristal, escribir en la pared “el Príncipe Felipe está robándome”, subirse a la mesa y abolir la propiedad privada y los Privates en propiedad, etc…– nos puede reconducir al único sitio donde fuimos felices tal como éramos: aquella circunvalación carente de sentido después de inaugurada, que nos llevó del reformatorio a la cárcel. Apuro mi whisky, hielos por alegrías, pediré otro de los mismo: la cosa tiene su aquel.
Mientras la chiquita derroca al hermoso tapón de la mil veces rellenada garrafa de botella, aprovechándome de su miedo, –por qué no, me digo– fijo mi estrato sentimental en sus eufemismos de firma. Es una muchacha hermosa: de cualquier otra forma no co-protagonizaría otra historieta enclaustrada en el realismo ensuciado (puede que tan sólo no limpien su parte del alquiler). La vida está empezando a darle pero con la mano abierta y sólo para tocarle el culo; le quedan como diez años para que le roben la alegría las posturas impuestas por la explícita realidad, para que vea que la cantidad de muerte que tiene la vida es muy superior a la que la propia muerte traga y entierra.
Por la televisión un concurso, un milagro matutino, el copón bendito; y solemne, como debe ser. El presentador tiene aspecto de compañero de clase, del de delante, del que levantaba el índice tan alto que lo arqueaba señalando sin cutícula un cielo retrasado, el que llegaba tarde y sin cohartada; jeta del sonriente vecino que grita a la vecina pared versus pared; hechuras de centrísta engominado que se te cuela en el autobús usando el 11M como ariete. Por momentos, está gracioso; no sólo gracioso cuando se equivoca, sino cuando intenta estarlo, que es, hoy en día, lo realmente meritorio en el panorama profesional patrio. Dice sin gracia gracias sin gracia y convierte al guionista amateur, por indemostrable inversión matemática, en genio de la palabra, rey de la comedia, Lubitsch con cheque en blanco para un Especial Nochevieja fin de siglo con Abba.
Todos en el local nos carcajeamos excepto la trabajadora atemporal, que oculta su sonrisa porque aún ausculta nuestra corriente mental de seminal e imprecisa banda terrorista. La miro, sonrío señalando mi mueca: que te lo pases bien, que te relajes, que hoy los maleantes no conspiramos. Pero aquel sueldo mínimo interprofesional español y con tetas no se relaja. (Por fin, cuando menos lo esperamos el vecino y yo, se ríe: porque uno no puede unirse a un coro sin dar, de arranque, una nota disonante, inesperada, alta.)
La franquicia ya está oquey. Una tregua / en el campo / de golf, diría el/la haikuista que no junta la docena de versos. El presentador podría empezar a hablar en otras lenguas desconocidas, como apóstol en ciernes, y nosotros nos seguiríamos riendo de sus ocurrencias atonales. Cojo mi whiskicito y me siento en una de las mesas ya ocupadas, cansado de no compartir este limbo aséptico y monoplaza. A mi compañero vital número cuatro mil millones no parece importarle. Algunos de los habitantes restantes se acercarán pronto.
(…)
Y todavía no ha acabado nuestro programa favorito cuando la ensordecedora música de camarilla que produce el escape de una moto con forma de bizcocho transversal, metálico y violáceo, que intenta aparcar en la puerta o, rectifico, directamente meterse en el garito, hace que por un momento volvamos a la vaga y hormigueante realidad o ladilla de ser consciente, que diría un ensayista analfabeto. Es un hombre joven, sexual de los de “a metro” –con su “¿más cositas?” incorporado–, la elegancia vomitada en el tropezón y jefe –se le supone. Se acerca hasta la barra e intercambia, amigablemente, buen rollo congeneracional e intercastal (entre castas, no intercostal, aunque también), intercambia, venía a decir, un par de palabras de cortesía con la de él pende. Y luego como si se hubiera dejado la cabeza en el casco y hubiera dejado a todas mis neurocirujanas favoritas boquiabiertas, emite sonidos a là Queipo de Llano circa 1936.
Campanilla de la caja eres tú, y mano al fajito de billetes, cariño, soy el consanguíneo Peter Pim Pam Pum. Pispados mis cinco y lo demás, de vellón, si lo hubiere, tocando fondo.
En sucesivos días –docenita de semanas basura– mi camarera del día recordará recordarle al motorista hijo de que los clientes no suelen traer el dinero justo (justito sí), que necesita cambio, pero hoy está sobrepasada por los acontecimientos. En su primer día ha confraternizado con un enemigo que allí consideraba erradicado: la gentuza, los sospechosos, los que no son como dios manda, los que carecen de vida social los fines de semana.
"No vuelvas a dejar entrar a gente así", le recuerda el can Cerbero a la fuga antes de calzarse la cabeza y desaparecer de buena mañana entre la multitud que le acepta, acoge y prefiere.
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